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La policía sigue el rastro del sospechoso hasta un bosque cercano, donde encuentra parcialmente enterrada el arma homicida, un machete. Pero ahí los perros pierden el rastro, lo que sugiere que el supuesto asesino volvió sobre sus propios pasos tras deshacerse del arma. Al mismo tiempo, los agentes descubren que la cabaña había sido limpiada tan meticulosamente que no encuentran ningún indicio que sitúe al sospechoso en ella en el momento del crimen.
La familia de la víctima solicita la ayuda de Gurney ante el estancamiento de la investigación policial. Tras entrevistarse con familiares y vecinos, Gurney descubre que la joven conoció a su prometido, un psiquiatra, en el centro que éste dirige. Dicho centro resulta ser una suerte de escuela de secundaria cuyas alumnas son jóvenes que han cometido abusos sexuales, lo que sugiere que el móvil del crimen pudo ser la venganza por parte de una víctima de la fallecida.
Si el caso no parece lo bastante complejo, Gurney tendrá que lidiar con dos problemas añadidos. Por un lado, el oficial al mando de la investigación, al que se nos presentó en la entrega anterior, no ve con buenos ojos su intervención en el caso. Por otro, a la esposa de Gurney tampoco le entusiasma la idea de que éste abandone por segunda vez su retiro, así que el detective se autoimpone un plazo de dos semanas para resolver el caso o hacer algún avance significativo antes de desistir.
John Verdon se mantiene fiel a su estilo en el segundo libro de la serie de David Gurney, aunque en él abundan las alusiones al primero que hacen aconsejable su lectura previa.
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